domingo, 6 de diciembre de 2009

Instituciones chiquitas. Periódico La Crónica

Saúl Arellano
Domingo 6 de Dic., 2009, Hora de modificación: 03:24
http://www.cronica.com.mx/notaOpinion.php?id_nota=473897

Douglass North, laureado en la década de los noventa con el Premio Nobel de Economía, ha sostenido en distintas obras que las instituciones son el equivalente a las “reglas del juego” de una sociedad.

A lo que se refiere el profesor North con esta idea, es al hecho de que los marcos institucionales definen los ámbitos y normas en las que se da la actuación tanto de los individuos, como del Estado y su aparato burocrático.

En ese sentido, las instituciones son mucho más que meras dependencias públicas. Se trata de entidades de interés público, responsables de velar, cada una en su ámbito de actuación, por el cumplimiento del texto constitucional y sus leyes, a fin de reducir la incertidumbre y mejorar el orden social.

Un ejemplo de esto puede encontrarse en las Fuerzas Armadas, las cuales no podrían o no deberían ser reducidas simplemente a una “dependencia del Ejecutivo federal”, materializada en la figura de la Secretaría de la Defensa Nacional. Muy por el contrario, en tanto que uno de los elementos constitutivos del Estado es la soberanía nacional, la responsabilidad de su garantía le ha sido asignada al Ejército, Fuerza Aérea y a la Armada de México, las cuales, en su conjunto, constituyen a la institución que por excelencia vela y resguarda la integridad del territorio y la soberanía del Estado mexicano.

Existen desde luego otro tipo de instituciones, que han sido categorizadas por diversos autores con el término genérico de “instituciones sociales”; así, por ejemplo, el matrimonio civil y las familias, las distintas religiones, etcétera.

Lo que interesa aquí es el primer tipo de instituciones, es decir, las del Estado, pues en los últimos años han sufrido embates orquestados por grupos de poder que han usurpado las posiciones que la Constitución considera como prioritarias para el desarrollo.

Los organismos autónomos del Estado han sido reducidos a una lógica de disputas político-electorales que han puesto en riesgo ya no su viabilidad sino a la propia democracia mexicana. Esto es así porque al responder a las cúpulas de decisión de los partidos políticos, limitan su capacidad de protección y defensa de los derechos y garantías constitucionales.

Los organismos de regulación han sido cooptados por los intereses privados, convirtiendo a estas instancias en “juez y parte”, por lo que quienes las dirigen en realidad buscan proteger los intereses de quienes eran o han sido sus jefes en empresas privadas. Así el caso de Cofetel y Cofeco, ante las cuales el Banco Mundial, en su documento titulado “La Competitividad en México: Alcanzando su Potencial”, recomienda llevar a cabo reformas y procedimientos para incrementar su eficacia en el control y combate a los monopolios.

Muchas de las dependencias gubernamentales, en los tres órdenes de gobierno, se han convertido en la “oficialía de partes” de los intereses en turno. Así, las titularidades de las secretarías y organismos descentralizados con mayores presupuestos, tanto del Ejecutivo federal como de los gobiernos estatales y municipales, se distribuyen no en función de un proyecto o proyectos políticos-sociales de largo aliento, sino de cuotas asignadas en función de la “aportación” hecha en campaña.

Así por ejemplo, no es extraño ver que en las secretarías responsables de las políticas agropecuarias se encuentran poderosos productores agrícolas o ganaderos, exportadores de hortalizas o alimentos, comercializadores de fertilizantes, etc. Lo mismo ocurre con las dependencias relacionadas con los transportes y las obras públicas, en las que lo común es encontrar familiares, amigos, socios o ex empleados de contratistas, constructores; y suma y sigue.

De la mano de lo anterior, la corrupción sigue siendo uno de los mayores lastres del país. Somos considerados como una de las sociedades más corruptas del planeta, y las estimaciones del costo económico y social son de magnitudes inauditas, con lo que las posibilidades para incrementar la competitividad, la eficiencia y la eficacia de la política pública se reduce sustantivamente.

En medio de todo esto, la pregunta es qué puede hacerse. Y lo primero sería considerar, retomando una vez más al profesor North, en un proceso doble: por una parte, construir una nueva generación de servidores públicos, profesionalizados y expertos en el manejo de los temas de responsabilidad pública, a fin de contar con una burocracia nacional técnica y científicamente sólida.

El segundo es mucho más difícil: generar un sistema político en el que los equilibrios estén orientados al cumplimiento del orden constitucional antes que a la simple estabilidad del reparto de posiciones de poder; esto implica un diálogo inteligente de alto nivel, a fin de reformar al sistema institucional y a los mecanismos que se diseñan a su interior para la toma de decisiones.

Una reforma de esta magnitud exigiría, como es obvio, de personalidades con suficiente legitimidad para conducir la construcción de las reglas para el diálogo público; la generación de consensos; y la conducción del proceso de operación del cambio de políticas y programas que tendría que derivarse.

El problema es que los espacios de toma de decisiones que hoy tenemos (en el gobierno y el Congreso, fundamentalmente) están llenos no sólo de iletrados sino de cínicos e inmorales, y así es muy difícil cambiar.

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