domingo, 24 de enero de 2010

La crisis de la religión frente a un mundo en pobreza, segunda parte. Periódico La Crónica

Saúl Arellano

Opinión, Domingo 24 de Enero, 2010
http://www.cronica.com.mx/notaOpinion.php?id_nota=483152

La crisis de las religiones no se encuentra sólo en la fractura ética que implican los reiterados casos de abusos perpetrados por líderes de todas las doctrinas institucionalizadas, sino sobre todo en las profundas cuarteaduras en los pilares que las fundamentan.

Hasta el siglo XIX, la evidencia acumulada sobre las inconsistencias de lo que establecen los textos fundadores de las principales religiones del mundo era muy limitada. Empero, científicos como Darwin, Einstein, Hubble y una pléyade de grandes pensadores, fueron dándonos explicaciones cada vez más consistentes sobre el origen, estructura y funcionamiento del universo y del mundo en que habitamos.

En esa lógica, el primer gran fundamento de las religiones, por el que asumían tener relatos verdaderos sobre la Creación, ha sido demolido en términos generales por las teorías del Big Bang y la teoría de la evolución.

Por ello resultó a todas luces ridícula la pretensión de grupos conservadores de los Estados Unidos de América, respaldados por el entonces presidente Bush, por la que exigían que en las escuelas públicas fuera enseñada la “tesis creacionista”, como un saber con el mismo valor científico que el de las explicaciones físicas y biológicas sobre el origen del mundo y la vida.

Con este primer pilar derruido se vino abajo la otra pretensión absolutista de las iglesias: el de ser depositarias de la verdad revelada. Si ha quedado en evidencia que los libros considerados como sagrados contienen concepciones equívocas sobre numerosos temas, entonces la conclusión evidente es que ninguna religión puede asumirse como representante de verdades de ningún tipo.

Si las religiones no tienen la capacidad de explicarnos adecuadamente el origen del universo, de nuestro mundo y la vida sobre él; y si no son depositarias de la verdad, el campo que les queda para intentar regir sobre la conducta de las personas son los de la ética y la deontología.

Empero, en este ámbito, queda claro que se trata de juicios de valor, a los cuales no pueden asignársele propiedades veritativas. Es decir, un juicio que describe un hecho puede ser verdadero o falso; pero un juicio ético es eso y nada más, aunque tampoco menos.

Para ponerlo más claro: si argumento que “la luna es de queso”, mi argumento puede ser determinado como verdadero o falso; en este caso, su falsedad es evidente. Empero, si argumento que “desobedecer las leyes de dios es perverso”, esto constituye un juicio ético que no tiene propiedad de verdad o falsedad, por lo que en sentido estricto, es un juicio que debe ser de competencia exclusiva de quien lo emite, pero jamás podría ser asumido como una prescripción verdadera y exigible de ser aceptada por todos.

Así las cosas, las iglesias del siglo XXI enfrentan una severa crisis que las sitúa al borde de un colapso mayor. Su sentido ético no puede pretender ser impuesto so pena de condena a quienes no lo comparten, y por ello las iglesias están ante el reto de renovarse con base en una ética distinta: una ética no para la opresión o el dominio, sino para la compasión y la solidaridad.

Una ética de este tipo exige de una renovación conceptual y de fundamentos, que requiere de un profundo liderazgo, entendido como la capacidad de actuar de tal modo que los demás encuentren nuestra conducta como susceptible de ser imitada independientemente de nuestras creencias y principios religiosos.

Una actuación así no podría tener mejor referente que la lucha frontal contra la desigualdad. En esa lógica, la tarea de las iglesias es escandalizar, en el sentido evangélico del término, en torno a la opresión y la violencia presentes en todos los espacios de la vida social.

Hacer visible el escándalo es mostrar en plenitud que la desigualdad es producto de la avaricia, de la codicia o de la ambición desmedida, ejercidas en contra de quienes menos tienen, convirtiendo a la existencia humana en un asunto de poder adquisitivo, antes que en una tarea de realización, sustentada en la posibilidad de ejercer en libertad la fraternidad.

Ha habido prominentes hombres y mujeres de fe que han mostrado que una ética así es no sólo posible, sino deseable y viable: Francisco de Asís o la Hermana Clara; Bartolomé de las Casas, Vasco de Quiroga o Juan Zapata y Sandoval; personajes profundamente convencidos de que la salvación tiene como finalidad realizarse mediante la felicidad en la historia presente y no sólo como promesa de retribución después de la muerte.

El drama de Haití nos golpea de frente y nos enseña la enorme fragilidad de la vida, pero sobre todo, la terrible desigualdad a la que nos ha llevado una globalización dirigida exclusivamente a la ganancia y a la competencia feroz y despiadada entre semejantes.

Haití exige a escala global, de todas las religiones, optar preferencialmente por la construcción de una nueva epifanía del rostro y entender que nuestro ser se nos revela sólo en la medida en que somos capaces de reconocernos en el rostro del Otro que, en su sentido radical, se expresa en nuestros días en el rostro de los desheredados.

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