domingo, 18 de mayo de 2008

100 mil muertos para entender la catástrofe. La Crónica

Por: Saúl Arellano Opinión
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Domingo 18 de Mayo de 2008 Hora de publicación: 02:03
En su Teogonía, Hesíodo nos dice que en el principio reinaba “Kaos”, quien dominaba al universo junto con la negra “Nix” (noche). Posteriormente, surgieron Gea (la tierra); Tártaro (algo parecido al infierno) y Eros (el deseo y el impulso de la vida). El apasionante mundo de la sabiduría griega nos ofrece también, aun en fragmentos de la obra de Heráclito, quien asumía que la razón del mundo, su orden lógico, no era la regularidad sino el devenir; lo único constante, simplificando al máximo el pensamiento del filósofo, es el cambio.Involucrarse en el pensamiento de estos autores es importante, porque aún después de más de 2 mil años nos siguen mostrando perspectivas que no hemos logrado asumir plenamente en las sociedades contemporáneas, y que están relacionadas en cómo es o cómo puede ser que las cosas funcionen en el vasto universo en que vivimos y en nuestro pequeño hogar que es nuestro planeta.Pensar en Heráclito y en Hesíodo, cuyo pensamiento hoy nos alcanza y también ilumina, nos ayuda a comprender las enormes fuerzas en tensión que se encuentran a nuestro alrededor, y ante las cuales es preciso estar alerta y dispuestos a modificar patrones y criterios de actuación. Así, para Hesíodo el mundo es una lucha constante entre la “Hybris”, esto es, el desorden y la violencia, en contra del orden y el imperio de la ley. En Heráclito se encuentran igualmente poderosas fuerzas en tensión, marcadas todas por el “logos”, que en este pensador, constituye el movimiento continuo e infinito de la razón universal.Ahora bien, la comprensión de los textos antiguos debe situarse en su contexto y en los acontecimientos históricos que tuvieron que enfrentar sus autores. Así, una visión fundada en una lógica de oposiciones nos lleva a la consideración de contextos en los que el desorden social; la guerra o la violencia están presentes de manera determinante en la vida de las personas.Eso explica en buena medida, por ejemplo, el hecho de que Platón pretendiera fundar la República, bajo una noción tremenda de “orden social”. Platón percibía un mundo en un proceso inevitable de decadencia y en función de ello, era preciso construir un Estado capaz de detenerla.Hoy, en pleno siglo XXI es imprescindible la lectura de los “antiguos”, porque nos muestran, ellos y en conjunto la historia del pensamiento de los últimos 2 mil años, que una preocupación constante de las distintas civilizaciones, ha sido cómo evitar la catástrofe, y sobre todo, cómo sobrevivir y reestablecer el orden tras de ella.Una buena parte del pensamiento occidental de los últimos 500 años, en su enorme arrogancia y poderío, ha asumido que el poder de la ciencia y la razón podría no sólo ayudarnos a construir instrumentos para mejorar nuestra vida; para hacernos más libres al ayudar a erradicar los prejuicios de la religión y las “supercherías populares”, pero sobre todo, para enseñorearnos por arriba de la naturaleza, para dominarla y transformarla. Así en una parte de la tradición judeo-cristiana a través del “genetista” como le llama Harold Bloom, y el mandato divino a Adán para enseñorearse y dominar sobre la creación; mito que se reproduce, por ejemplo, en la vocación fáustica de dominio y avasallamiento del mundo circundante; o bien en las absurdas apuestas del positivismo en sus pretensiones de dominio y orden social.Lo que podemos aprender de todo esto es una cosa bien segura: la catástrofe es una constante universal y ha estado presente desde el inicio de los tiempos. En efecto, las colisiones cósmicas, catástrofes en escalas y magnitudes no comprensibles aún para la mente humana, son la nota de todos los días en el universo. Y de hecho todas las teorías científicas contemporáneas apuntan a que nuestro mundo es resultado, entre otras, de dos grandes “catástrofes”: la primera, el choque de un objeto de un tamaño aproximado al de Marte, de cuya colisión nació la luna y el sistema climático que dio origen a la vida en el planeta. La otra, la colisión de un enorme asteroide que se impactó hace 60 millones de años en la Península de Yucatán, el cual marcó la extinción de los dinosaurios y la primacía de los mamíferos sobre la tierra.Quizá lo más sorprendente de esto, es que aún sabiendo todas estas cosas, la mentalidad de los gobiernos y de nuestras sociedades en general no han logrado convencerse de manera generalizada, de que la catástrofe es parte de nuestra vida y de la constitución de nuestro mundo, y que más nos vale estar atentos y listos para cuando ocurra.Lamentablemente, los últimos 10 años nos muestran que nuestra especie no ha aprendido la lección. A la posibilidad de una catástrofe natural de magnitudes mayores, le hemos agregado factores de riesgo como la frenética emisión de gases de efecto invernadero a la atmósfera, provocando el ya tan comentado cambio climático y el consecuente calentamiento global; esto aunado a que estamos a unos cuantos cientos o miles de años de una nueva era glacial, tiempo que en escala humana puede parecer mucho, pero que, nuevamente, en escala cósmica, es apenas un brevísimo fragmento del tiempo universal.El tsunami que devastó amplias regiones de Asia; las catastróficas inundaciones de Nueva Orléans; la devastación causada por el huracán Mitch hace casi una década en Centroamérica y las devastadoras lluvias que azotaron Chiapas en 1998; las inundaciones del año pasado en Tabasco y una vez más, Chiapas, así como las afectaciones de lluvias torrenciales en Veracruz, han generado impactos no previstos, como la modificación de las rutas migratorias; la destrucción de buena parte de la planta productiva agropecuaria de la región; la alteración de varios ecosistemas (como los arrecifes de coral en Cancún) y la aparición de nuevas condiciones de vulnerabilidad y pobreza para millones de personas.En un mundo completamente globalizado, las palabras de Terencio en torno a que “nada humano nos puede ser ajeno” resuenan como un eco que debe llamarnos a reflexión.Hoy que en China los muertos se contabilizan por decenas de miles a causa de un devastador terremoto; y que en Myanmar —o Birmania, como exigen que se le llame los defensores de la libertad en ese país—, los organismos internacionales nos alertan de una catástrofe de más de 100 mil muertos, debemos reflexionar qué estamos haciendo en nuestro país par prevenir y minimizar los riesgos ante fenómenos y catástrofes de estas magnitudes.El Fonden, el principal instrumento del Gobierno para hacer frente a los desastres naturales ha sido, además de manipulado electoralmente, insuficiente ante la magnitud de eventos como el ya mencionado de Tabasco. En esa lógica, a unos días de que inicie la temporada de huracanes en México, bien valdría la pena que, en la llevada y traída estrategia de Vivir Mejor, el gobierno, tanto en el nivel federal como en los estados y los municipios, deberían estar adecuando los programas y estrategias para hacer frente a las magnitudes de los eventos que nos está tocando enfrentar.“Megainundaciones” como las que se prevén por la elevación de los niveles del mar; “megaterremotos” como los que se prevén que ocurran en 15 ó 20 años en distintas regiones del globo; “megatornados” y el cambio de sus rutas (en México ya se han presentado 2 en sólo 2 años, cuando nuestro país no es un territorio de tornados); nos deberían llevar a la generación de “mega-programas” que consideren la posibilidad de que la catástrofe puede ocurrir y que con lo que hoy contamos no alcanza para hacerle frente.Es hora de comprender que la catástrofe es parte inherente de nuestro mundo y nuestra naturaleza; y sobre todo es hora de asumir que la terrible muerte de quizá más de 150 mil personas en China y Myanmar, debe llevarnos a ser más humildes y comprender que es hora de dar un giro a nuestras políticas y programas. Lamentablemente, la sabiduría no parece rondar las oficinas de los gobiernos.

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